Llevaba un frío cálculo de la cantidad de moscas que se amontonaban cada vez que se ponía a tocar la guitarra. Sus canciones, ninguna de más de dos o tres minutos, eran para ellas como un suculento plato de estofado putrefacto. Soñaba con que alguna mujer de voz chillona haga los coros de su canción más conmovedora (cada vez que la tocaba las moscas aleteaban como mariposas). Para componer se encerraba en un cuartito y al whisky lo rebajaba con soda, porque un vecino le dijo que así pospondría la cirrosis por algún tiempo. Tampoco es que era tan maldito como para que no le gustara comer gomitas (las de eucaliptus nunca le gustaron, le parecían de geriátrico, y no es que odiara los geriátricos, de hecho había tocado en uno), también le gustaba mirar películas berretas en cable.
Solía soñar con arañas (esto es mentira, les dije que no era tan maldito, tampoco tan oscuro, en realidad siempre soñaba con la chica de cuarto grado de la que siempre estuvo enamorado y dejó de ver en quinto grado).
Desde el día que dejó de verla, empezó a buscarla, a su manera, iluminando con una linterna gigante el pasillo del galpón del fondo de su casa, todos los días, siempre como a las tres de la mañana, esperando encontrarla en su propio galpón, perdida, y ofrecerle un vaso de agua de la canilla y abrazarla fuerte.
Tampoco es que estaba obsesionado con ella, solamente le compuso la mitad de sus canciones, en algunas decía que quería olvidarse de ella, en otras que quería volver a verla y fugarse (a la vuelta de su casa, porque para fugarse no hace falta tanto, la fuga es más bien un estado de ánimo).
Un día se encontró con que todas sus canciones se parecían entre sí, y se entristeció, de todas formas era lógico, con los cuatro o cinco acordes que conocía no podía hacer mucho más.
La otra vuelta se acordó de mandarle las canciones grabadas en un cassette a la chica de cuarto grado, ella no le dio mucha bola… ustedes vieron como es mi señora.
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