Llega mi entrevistada notoriamente de mal humor. Hacía más de cuatro meses que no la veía. Ella había dejado de frecuentar ese lugar, pero estaba seguro que volvería. Trae el bolso ese púrpura que siempre detesté, no tanto por su color sino por lo que siempre llevaba dentro. Me trata de estúpido, dice que podría haberse desprendido de todas sus rutinas pero a sus padres tenía que visitarlos. Me rompe la nariz con un lápiz labial que era pesadísimo, no se de donde lo habrá sacado que pesaba tanto, supongo que saldría más barato que comprar varios livianos. La entrevista se va a dar con mi nariz goteando un poco de sangre y mi voz interrumpiendo la de ella para pedirle a los que pasan caminando un pedacito de algodón. Igual me conozco de memoria lo que dice. ¿Por qué se tuvo que ir así? Creí que las cosas marchaban bien. No, no se fue de la entrevista, se fue hace unos meses. Dijo que estaba cansada de mi rutina inventiva, necesitaba que cuando ella decía “hola”, yo le dijera “hola” en lugar de decirle que no pensaba saludarla porque había adquirido un nuevo ritual que había aprendido por un documental que hablaba sobre una tribu finlandesa. Al otro día ni me saludaba y yo indignado llamaba a los padres preguntándole porque la habían educado tan mal; me arrepentía y al rato estaba en la casa pidiéndoles que me cocinarán esas croquetas de arroz que tenían un gusto horrible, pero hacían un ruido que compensaba todo. Ella se portaba más o menos siempre igual, a veces estaba mejor de humor, a veces peor, siempre dependía de cómo le había ido en el trabajo. Si ella venía mal, pretendía que diga palabras dulces, pero podía pasar que yo viniera de un día tan bueno que no tuviera siquiera ganas de hablar y pretendiera formar un supra-lenguaje. Igual nunca estuvimos tan mal.
-¿Volvemos a intentarlo?
-No
jueves, 3 de abril de 2008
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