miércoles, 15 de octubre de 2008

La dureza material y sentimental de ese bigote, nos obligaba y nos reprimía para que jamás nos lo imagináramos acariciando un perro de los que tienen dos manchas en el lomo y que mueven la cola como pidiendo un hueso que le corresponde vaya a saber uno por qué cosa.
Sin embargo un día, justo cuando alguno empezaba a decir “che….este nunca….”, se lo sacó, no dejo ni un pelito, y me acuerdo que se pasaba el dedo, como extrañando algo, pero a su vez desmitificando aquello otro.
Me acuerdo que decía, que no tenía que ser algo tan terrible, que no había que esconderlo en un sentido inverso al del tesoro, que iba a pasar, más allá de esos elixires de yogurth, de las vueltas en redondel a la plaza, de alimentos con Omega nueve y de guerras frías contra el colesterol.
Me pregunto hasta dónde la tristeza no se emparenta con el egoísmo, y hasta dónde uno puede dejar de ser egoísta.
Por qué no se podrá volver el tiempo atrás, volver a esa última clase, acercarme dubitativamente hacia él y decirle: “tome maestro, este capitán del espacio es para usted, usted se lo merece”.

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